Memoria de un confinamiento

El silencio cinematográfico de la primera ola

Amenábar consiguió vaciar la Gran Vía madrileña en 1996 para rodar varias escenas de ‘Abre los ojos’, en las que Eduardo Noriega se topaba con un Madrid fantasmal, completamente vacío. Un recurso, el de las ciudades apocalípticas, que tantos otros directores han hecho posteriormente con la ayuda de la edición digital, es decir, sin usar localizaciones reales. Amenábar tuvo que esperar al puente del 15 de agosto, con una capital en mínimos y con la ayuda de numerosos agentes de Policía Local, amigos y colaboradores que impedían el acceso a la otrora concurrida vía por las calles perpendiculares. Como anécdota cabe recordar que el permiso municipal se le concedió tan sólo de 4 de la madrugada a 8. Una especie de toque de queda artificial y cinematográfico para hacer realidad una fantasía, porque eso, y no otra cosa, es el cine.

24 años después el mundo que conocíamos hizo realidad no una fantasía, sino una pesadilla. En aquellas semanas de marzo y abril de 2020 aquellos pocos que podíamos salir a las calles, autorización mediante, y cargados con una cámara fotográfica a documentar periodísticamente el paisaje, nos topamos con un permanente decorado de película distópica. La RAE describe distopía como una representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana. Si no lo era, se parecía, porque al caminar por el centro de la ciudad de Murcia, por la que caminé y que sirve como ejemplo para cualquier otra localidad, sólo escuchaba mis propios pasos, acompañados en ocasiones del rodar irregular de los carritos de la compra y los pasos acolchados de las mascotas, tirando de sus dueños. Pero permítanme la licencia… En ese escenario de Mad Max los paseadores de perros eran meros figurantes en los que mis ojos periodísticos no se posaban. Porque para eso estaban los protagonistas de la trama.

Los protagonistas en aquellas calles de la, esta vez sí, España vaciada, eran las parejas de policías que patrullaban para garantizar un confinamiento eficaz, los informadores gráficos de nuestra Región, los carteros puerta a puerta y guantes en la mano, los repartidores a domicilio, los responsables de limpieza viaria, y por último, tras un cristal, los solitarios conductores de autobús. Seguro que me dejo a alguien.

El vacío se interrumpía por concurridas colas a las puertas de supermercados, filas que rezumaban desconfianza y temor. Cualquier podía portar el virus mortal. Además, la circunstancia de acudir en soledad a realizar las imprescindibles compras contribuía al silencio, dado que no tenías con quién hablar. Hoy en día nos hemos malacostumbrado a los tapabocas, como llaman en Latinoamérica a nuestro complemento perfecto, pero en aquellos días, en los que las autoridades no aclaraban si su uso era o no conveniente, recurríamos más a la aprensiva distancia que al uso de las mascarillas quirúrgicas o sanitarias debidamente homologadas.

Con una incidencia mucho menor de casos activos a la que hemos sufrido en olas posteriores, la sensación al caminar por las calles vacías era que el virus rondaba de pomo en pomo, de barandilla en barandilla, de banco en banco, y que lo mejor, lo más seguro, era evitar el contacto con cualquier superficie, al punto de establecer domésticos protocolos con los zapatos, las bolsas y cualquier objeto procedente de la calle al entrar a casa.

En contraste, esos silencios y temores en soledad, nada tenían que ver con el bullicio angustioso de los hospitales en donde los auténticos héroes, los liquidadores de Chernóbil de nuestra generación, combatían al monstruo invisible con bolsas de basura, esparadrapo y vocación. Nunca podremos meternos en el pellejo del personal de limpieza, administración y sanitarios, que llevan ya más de un año conviviendo con la bicha. Los periodistas, mientras tanto, hemos tratado de contar lo que ocurría, lo que nos dejaban ver y lo que intuíamos. Unos con sus palabras, otros con sus imágenes.

Y ahí seguimos.