(Publicado originalmente en El Asterisco.es) A lo largo de los últimos 35 años se ha consolidado un modelo político-territorial en nuestro país basado en la dicotomía de comunidades autónomas de signo nacionalista frente a otras de naturaleza menos sentimental, pero no por ello sin identificación histórica con su territorio. Por un lado Cataluña, País Vasco, y Galicia (algo menos Comunidad Valenciana), y por el otro el resto de comunidades. Algunos políticos de las primeras han apoyado su discurso en evidentes singularidades de carácter lingüístico y cultural mientras que los de las segundas han aceptado, por lo general, su pertenencia en régimen de igualdad a una entidad común llamada España. Nuestro modelo electoral ha fomentado, partiendo de las distintas combinaciones de escaños resultantes de las elecciones, el chantaje permanente, aquel en el que el voto de apoyo a uno u otro gobierno se ha subastado en forma de transferencias económicas y el traspaso de competencias. De este modo formaciones políticas de carácter nacionalista como PNV o la extinta (o mejor dicho difunta) CiU, ofrecían su apoyo en las investiduras a cambio de una carreta cargada de recursos económicos con la que volver a sus feudos de manera triunfal, y asegurarse de ese modo, un buen puñado de votos en las siguientes elecciones autonómicas. Este fenómeno se ha consolidado sin importar mucho que lo fuera a costa de otras comunidades sin representación de partidos políticos propios y singulares, es decir, con representación únicamente en dicha comunidad. Pero se olvida la realidad de que si alguien recibe más es porque otro recibe menos, tan sencillo como explicarle a un niño que si una tarta se divide entre todos los invitados a un cumpleaños, sólo hay una manera de hacer más grandes los trozos: o hacer menos trozos, o el resto serán más pequeños. En los últimos años comunidades como Asturias, Canarias, o Aragón han obtenido representación parlamentaria a nivel nacional que les ha servido para ejercer esa presión ‘nacionalista’ con la circunstancia de que en la aprobación de los últimos Presupuestos Generales del Estado el voto favorable de Foro Asturias, Coalición Canarias, y Nueva Canarias permitió al Partido Popular aprobar las cuentas. Pero fue este último diputado, el de Nueva Canarias, el que alcanzó la celebridad durante los días previos al debate, siendo bautizado como el “diputado 176”, debido a que negoció su voto a cambio de una suculenta cantidad de millones de euros para el archipiélago canario. Esta situación propició el descontento en las comunidades perjudicadas por este modelo, y lejos de motivar una respuesta encaminada a acabar con la desigualdad, esto es, a evitar estas situaciones, lo que está es creando un peligroso caldo de cultivo en el que germinarán nuevos partidos depredadores, cuyo único fin, como el del guepardo, es sestear cómodamente sobre la rama de un árbol, para actuar en el momento oportuno, con un sprint, y lanzar la zarpa sobre el cuello de la víctima-Estado. Partidos a los que poco les importa tener más o menos diputados, si su sola presencia, aunque sea con uno, se convierte en decisiva a raíz del empate del resto. Situación que permite a partidos con escaso apoyo electoral alcanzar alcaldías y presidencias de gobiernos autonómicos. Estos partidos se caracterizan por carecer de corpus ideológico, no hablan de los problemas estructurales desde el punto de vista filosófico, no tienen posicionamiento sobre el modelo educativo, o sobre la Justicia por poner un ejemplo, ni hablan del país, sino de las anchoas de su región, y reducen su argumentario a lamentar lo mal que funciona todo y la escasa atención del papá Estado, criticando constantemente el nacionalismo egoísta para convertirse paradójicamente en su peor copia. Lo dramático de todo este asunto es que para contrarrestar un modelo injusto y perverso, el del nacionalismo chantajista, se opta por otro que fomenta de la misma forma la desigualdad, el regionalismo, contribuyendo a la insolidaridad y el enfrentamiento entre territorios vecinos pertenecientes a un mismo país. No persiguen igualar las porciones de la tarta, sino engordar la suya a costa de las demás, con la excusa de algunas otras ya son suficientemente grandes. Se hace por tanto necesaria la presencia en nuestra democracia de partidos sólidos con vocación nacional, con unidad de discurso y de acción, que contribuyan decididamente a la vertebración del Estado desde la solidaridad y la cooperación, y no desde la competencia. Partidos antepongan el país a los cálculos electorales, y que se opongan al nacionalismo. Precisamos de políticos con visión amplia, que piensen en global y en futuro, y no en el cortoplacismo de jugar a ser decisivos a costa del equilibrio de las fuerzas más mayoritarias.

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